Los estudios críticos sobre arquitectura casi siempre se han limitado al aspecto visual de las obras, considerándolo como elemento determinante de los juicios de valor y de las clasificaciones estilísticas de carácter escolástico, transferidas después a la cultura no especializada. De la simple observación de que todo hecho arquitectónico es, por definición, una obra construida y que, como tal, ha debido estar sujeta a vínculos objetivos impuestos por los materiales y por la técnica constructiva, y, en todo caso, haber logrado estabilidad, duración y adecuada respuesta a las funciones que han determinado su construcción, resulta evidente que el aspecto estético por sí solo no ofrece mesura bastante para la valoración de una actividad realizadora, ya compleja en el pasado y en vías de una rápida, precipitada complicación en nuestros días y en el previsible futuro.