José Antonio Coderch, un individualista acérrimo, un excepcional representante de los agonizantes valores morales de la derecha, un personaje –como Pla, como Dalí, como Borges, Nabokov o Ionesco– lógicamente inexplicable e incómodo para la inteligenzia progresista.
Inteligenzia que, aun estando totalmente marginada e incluso perseguida por los poderes públicos, tenía un tremendo peso en el mundo cultural, una hegemonía casi total, mucho antes de la muerte del dictador; por más que todos en el extranjero, y muchos aquí se empeñen en olvidarlo.
Inteligenzia que, aun estando totalmente marginada e incluso perseguida por los poderes públicos, tenía un tremendo peso en el mundo cultural, una hegemonía casi total, mucho antes de la muerte del dictador; por más que todos en el extranjero, y muchos aquí se empeñen en olvidarlo.
José Antonio Coderch, al que hoy se le pasan por alto estas obsesiones trasnochadas, del que hoy hablamos bien casi todos los arquitectos, pero... un desconocido del gran público, sin una digna monografía sobre su brillantísima obra –a la que se han dedicado menos páginas couché que a la de cualquier joven minimalista–, que en la encuesta de un importante periódico local sobre el arquitecto más representativo del siglo, no sólo queda muy por detrás de las vedettes internacionales sino también de alguna de aquí.
Y, sin embargo, José Antonio Coderch fue, no sólo un maestro, el mejor arquitecto español desde la guerra hasta ahora, sino también una referencia permanente para los que le conocimos, un loco peligroso pero apasionado y apasionante, con aquel místico atractivo físico, con su aire de castellano viejo, con su eterno blazier y sus pantalones de franela gris, con aquellos ojos penetrantes que nos atemorizaban. En nuestra época de estudiantes lo idolatrábamos, no sólo el No son genios lo que necesitamos ahora (uno de sus poquísimos textos programáticos) era nuestra Biblia, sino que calzábamos los mismos Clarks, fumábamos el mismo tabaco Three Nuns en las mismas pipas Peterson, que nos parecían un prodigio de diseño, nos alumbrábamos –poco, todo hay que decirlo– con su famosa lámpara de madera... e incluso intentábamos proyectar como él. Alguno, como Pep Bonet, tenía el privilegio de trabajar en su estudio; otros, como Lluís Clotet y yo, lo teníamos de trabajar con su mejor alumno: Federico Correa.
Casa Senillosa. Cadaquès (Girona) 1956
Fotgrafía: Català-Roca
Fotgrafía: Català-Roca
Algunos de los consejos ‘coderchianos’ a la hora de proyectar no se me han olvidado, los he seguido a lo largo de mi carrera con absoluto convencimiento, han perdurado a través de las modas excluyentes y, a estas alturas, ya no es momento de sacármelos de encima. Hay que huir de la mierda: si sorteas todo aquello que te parece horrible alcanzarás inevitablemente la excelencia. No pretendas intelectualizar demasiado tu acto creativo: se aprende mucho antes a ir en bicicleta que a entender el principio físico que te sustenta. La inteligencia está al alcance de cualquier imbécil. No hay buenos y malos materiales de construcción, sólo hay materiales bien empleados y materiales mal empleados. Donde hay hierro, yerro hay. El cliente tiene todo el derecho a pedirnos algo que a nosotros nos parece horrible, no podemos descalificarlo por ello, pero le podemos decir con toda sinceridad que no se lo sabríamos hacer. Nunca es tarde para modificar un proyecto: aunque hayamos hecho esperar a los sufridos clientes durante años para comenzarlo, y hayamos tardado otro año en hacerlo, ahora que ya vienen camino del estudio para recogerlo, me doy cuenta que se puede mejorar, mejor dicho, que es una mierda, o sea que vamos a romperlo antes de que lleguen y lo volvemos a empezar.
Ambas anécdotas definen a este personaje irrepetible, personaje que no imagino cómo podría sobrevivir hoy, en este mundo políticamente correcto, en este oasis catalán que nos envuelve, en la trama de compromisos en la que todos nos hemos enredado.
Yo, como todos, también tenía mi lámpara Coderch, y le pedí al maestro que me la dedicase. Mi lámpara, como todas, se acabó astillando allí donde la veta paralela de la madera se intersecciona con la curva del corte, pero conservé la pala con la dedicatoria del maestro. Está aquí, en una vitrina de mi estudio, muy amarilleada, con la dedicatoria apenas legible. Dice así: “A pesar de los pesares jugar limpio vale la pena. Con todo afecto. José Antonio Coderch.”
* OSCAR TUSQUETS _ Mayo 2000
El País/Quadern. Serie “Els quatre gats”.
El País/Quadern. Serie “Els quatre gats”.
Recuerdos de un grandísimo arquitecto.
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