lunes, 22 de febrero de 2021

ÁLVARO SIZA _ entrevista




Presto atención a la función de un edificio. Soy un arquitecto antiguo, un funcionalista. Con todo, el proyecto se desarrolla creando un distanciamiento respecto a esa mera función. Cuando está solucionada, me distancio. Trato de liberar al edificio de esa atadura para hacerlo vivir en el tiempo. El ejemplo más completo de esa manera de pensar es un convento. Los conventos han sido reutilizados para todo: hospitales, bibliotecas, ayuntamientos... Y siempre han funcionado. Cumplir con una función, pero ser capaz de liberarse de ese constreñimiento inicial es lo máximo que puede dar un edificio. Eso no tiene que ver con la versatilidad de la que hablan hoy. La polivalencia es un mal de nuestros días. La exigencia total de flexibilidad no es rigor, es ambigüedad.
ALVARO SIZA VIEIRA

entrevista realizada por ANATXU ZABALBEASCOA en EL PAIS_02/10/2011



¿Qué la hace arrogante? Ignorar donde está trabajando. Uno no está solo. Hay tramas de relaciones humanas. Continuarlas es la razón de ser de la arquitectura. Eso no quiere decir que la arquitectura deba ser prudente. Pero lo que traiciona el contexto es arrogante.


¿Últimamente se ha construido demasiada arquitectura arrogante? Así ha sido. Pero no ligo la condición de arrogante a la arrogancia de quien la hace. A veces se trata simplemente de incompetencia.


Frente a la arrogancia, sus edificios quieren ser tranquilos. No me gustaría que se entendiera que creo que la arquitectura debe generar solo lugares de reposo. Debe ofrecer abrigo y reposo, pero también, un lugar de convivencia.


Trabajar durante la dictadura de Salazar en un segundo plano, sin hacer ruido, ¿marcó su arquitectura? Marcó las restricciones en el acceso al trabajo, a la formación y al aprendizaje. Pocos arquitectos podían realizar obra pública institucional.


¿Debían ser afines al régimen? Bueno... tenías que ser aceptado por el régimen. Querían hacer una arquitectura nacional con referencias a lo que para ellos era la arquitectura portuguesa, como si hubiera una tradición, porque, aunque Portugal es un país pequeño, había y hay muchas arquitecturas. Se pretendía dar al exterior una imagen falsa, pero homogénea. No era la única mentira. La ideología prefería mantener un país pobre conformado, y así, consentían la emigración para evitar conflictos sociales.


¿Hasta qué punto su arquitectura es biográfica? Pienso en la enfermedad que tuvo de niño, que lo obligó a vivir con sus abuelos. ¿Allí se acostumbró a enmarcar los paisajes con las ventanas? Sí, pero también hay otros aprendizajes. Esa de niño fue una experiencia que me hizo pensar la casa y su relación con el exterior. Yo no estaba autorizado a salir. Tuve que permanecer encerrado dos meses, y eso me obligó a mirar por la ventana.


¿Qué enfermedad tenía? Yo tenía, todos teníamos entonces, una "primera infección", la antesala de la tuberculosis. Todavía no había antibióticos y la única posibilidad de recuperación era el reposo absoluto. Total, que estaba en un pueblo muy pequeño. Y me acercaba a la terraza para tomar aire. Desde allí se veía un paisaje maravilloso. La falta de desarrollo se traducía allí en la falta de deterioro del paisaje. El pueblo era un pueblo agrícola, y es la arquitectura la que hace el paisaje. Por tanto, el paisaje era precioso. Pero, a pesar de eso, tras 15 días de reposo ya no soportaba verlo. Por eso, años después, evité la tentación de crear una gran cristalera con una gran vista y preferí orientar las aberturas de una forma intencionada, pedazo a pedazo.


¿Los clientes lo entienden? Protestan. Frente a un gran paisaje creen que hay que hacer un gran mirador. Y yo les contesto que no, porque cansa. El paisaje no debe ser una imposición permanente, debe ser una elección.


Fue su tío quien le enseñó a dibujar. Vivía con nosotros. Las familias eran grandes. En nuestro caso estaba la abuela, mis padres, las hermanas y ese hermano de mi padre, que era soltero, además de nosotros. Los escenarios eran los de una gran familia. Las cenas o las comidas eran siempre en mesa grande. Las madres de entonces tenían más recursos que hoy porque había siempre unas tías solteras que ayudaban en todo. Teníamos también dos empleadas, porque por aquella época se pagaban prácticamente con la comida y nada más. La vida era así. Las relaciones vecinales eran muy distraídas, pero limitadas también. Ese fue el ambiente en el que crecí. Y después de cenar, cuando las mujeres se ponían a hacer punto y mi padre preparaba sus clases..., ese tío soltero que vivía con nosotros y que era un negado absoluto no sé por qué me sentaba a dibujar.


Creía que su padre era ingeniero. Lo era. De día trabajaba en una fábrica de azúcar, pero por la tarde-noche daba clases en una escuela de electricistas. Los salarios eran bajos, y la familia, grande.


¿Sus hermanos también dibujaban? Mi tío me sentaba a la mesa en cuanto se terminaba la cena y quitaban el mantel. No me enseñó a dibujar. Pero me animó a hacerlo. Mis cinco hermanos... el mayor se diplomó en Medicina. Era deportista, jugaba al baloncesto, y luego, en un estúpido accidente, murió. Justo había terminado Medicina, y, claro, eso marcó mucho a la familia. El que va detrás de mí es ingeniero. Y luego van mis hermanas, la que es monja y la que estudió filosofía.


¿Fue una familia religiosa la suya? En aquellos tiempos todos éramos religiosos... [se ríe] pero la versión practicante eran las mujeres. Sobre todo las tías solteras. Los hombres... el domingo, para acompañar a la mujer. Pero durante la homilía salían a fumar un cigarro...


Siza lo dice fumando. En realidad, sostiene un cigarrillo apagado. No lo enciende -aunque se le insista en que lo haga- porque la entrevistadora está acatarrada y ha tenido un ataque de tos. Tras fumarse dos cigarrillos Gitanes deja de fumar, pero no deja el cigarrillo. Durante una hora y media de conversación, este permanecerá entre sus dedos.


¿Iban a misa como un ritual? Hubiera sido un escándalo no ir a misa. Los niños también íbamos. En mi generación fuimos hasta los 15 años. Luego empezamos también a esperar fuera, fumando el cigarrillo, y ahí acababa la cosa.


¿Es cierto que quiso ser cantante de ópera? Es una exageración. Sabe que de niños queremos ser bomberos... A mi padre le gustaba mucho la ópera. Incluso estudió canto, y durante las fiestas de Navidad, una de las tías -que era profesora de piano y daba lecciones en casa- tocaba el piano. Y con ella, mi padre cantaba un aria.


¿Lo hacía bien? Muy bien. Yo empecé a cantar con él porque me gustaba cómo lo hacía. Luego, en la escuela de arquitectura me ridiculizaron, porque la ópera era algo bufo y lo intelectualmente correcto era la música clásica. Pero años después, los mismos amigos pasaron a valorarla como arte democrático. Las cosas y las opiniones están sujetas a momentos.


En medio de esa familia, ¿por qué decidió ser arquitecto? Porque durante algunos años pasamos las vacaciones en España. A mi padre le gustaba mucho y, no menos importante, un escudo valía dos pesetas. Así, la forma más económica de asegurarse unas vacaciones era venir a España. Mi padre, que nunca condujo, alquilaba un coche y cada año visitábamos una región.
¿Toda su infancia? Hasta que España empezó a desarrollarse y ya no pudimos continuar. A mi padre le gustaba llevarnos a los museos. Era culto. Tenía libros de todos los clásicos portugueses. Llegó a tener incluso un periódico, El Pelícano, que informaba sobre la vida en Matosinhos. Él lo dirigía y tres amigos más lo producían y lo vendían. Mi padre fue un tipo interesado por todo, pero tal vez no tanto por la arquitectura.


¿Entonces? Yo le cuento. Cuando visitábamos las ciudades, lo primero que quería ver era el mercado. Decía que la vida del mercado daba el tono de la ciudad. De modo que cuando pensé dedicarme a la escultura, mi padre me habló de la imagen que entonces había de lo que era un escultor: alguien sin futuro. Sucedía que mi padre era una persona encantadora. Así que no era cuestión de hacer la revolución y matar al padre. De modo que decidí hacer las cosas de una forma pacífica. Entré en Bellas Artes con la idea de regresar a la escultura. Solo que el momento en la escuela de arquitectura era muy interesante: un tiempo de profunda renovación.


¿Por qué siempre le ha preocupado hacer vivienda social? Sucedió en abril de 1974 [la revolución de los claveles], y eso afecta a los intereses de las personas. La escuela de arquitectura era abiertamente crítica con el régimen. Ya en 1962, antes de Mayo del 68, hubo una crisis académica en las universidades y muchos profesores fueron encarcelados. La escuela tenía mucha relación con los barrios pobres del centro de Oporto que la rodeaban. Eran viviendas obreras, levantadas en los jardines burgueses formando filas que se llamaban islas. Eran muy pequeñas, malísimas, pero, al final del siglo XIX, el 50% de la población de Oporto vivía en esas islas.


¿Era una manera de forzar la convivencia? No. El nombre isla está bien puesto. Ya antes de la revolución se había decidido erradicarlas porque no cumplían condiciones de habitabilidad. Pero eso se convirtió en una hábil operación para retirar a esas masas "peligrosas" del centro de la ciudad. Buscaban llevarlas a la periferia, a barrios separados. Eso destruyó las comunidades del centro. En las islas, las familias obreras tenían un régimen habitacional muy duro. No podían tener gatos, por ejemplo. Tenían siempre a la policía política infiltrada, y todo eso creó una enorme revuelta. De modo que los estudiantes de arquitectura empezaron a trabajar con esa gente. Era el momento del interés por la sociología, que pasó a ser una disciplina universitaria en los años sesenta. Los estudiantes ayudaron, y cuando llegó la revolución de los claveles, el terreno estaba abonado.


Tras la revolución, el secretario de Estado de Vivienda, Nuno Portas, organizó los cambios a partir de la semilla de los estudiantes. Se llamaba Servicio de Apoyo Local y eran brigadas de arquitectos, juristas e ingenieros. El origen estuvo más en las manos de los estudiantes que en las de los arquitectos. Y no fue fácil porque había muchos intereses. La expropiación del suelo del centro había sido organizada para enviar a los obreros a la periferia y para especular con el suelo.


¿Usted era uno de esos estudiantes? No. Yo ya era profesor y algunos alumnos, como Eduardo Souto de Moura, me vinieron a buscar porque necesitaban un arquitecto para firmar y dirigir el equipo. El proyecto me entusiasmó. Luego, la idea de mantener las comunidades se extendió por todo el país. A partir de ahí se conoció en otros países la arquitectura portuguesa.


El último Pritzker, Souto de Moura, trabajó con usted cinco años, hasta que lo echó para que espabilara. Necesitaba su propia vida. Además, yo no tenía trabajo como para pagarle bien porque la gente que participó en ese programa de las islas entre 1974 y 1976 quedó marcada, absolutamente marginada, por quienes habían salido perjudicados en su ambición de hacer negocios especulativos: propietarios, inmobiliarias y técnicos. Así que Souto se fue. Había trabajo. Pero a nosotros nos habían sacado del mapa.


Luego le invitaron a trabajar en otros países. En España, en Alemania y en Holanda hice vivienda social participada. Siempre me pedían casas en las que el usuario da ideas para el diseño explicando su vida y sus necesidades. Quedé marcado como especialista en participación social, una cosa repugnante.


¿Repugnante? Sí, porque, ¿qué es eso de especialista en participación?


Parece heroico. Arquitectos como Oscar Niemeyer no hicieron nunca vivienda social. Y eso siendo comunista... Sí, pero yo creo que es social una ciudad que tiene detrás un programa no solo de modernización, sino también de democratización. No es necesario hacer siempre la vivienda que es solo una célula. Los cambios llegan con la construcción de la ciudad. Tuve que hacer concursos porque no quería ser un especialista en vivienda social. Tenía necesidad de experimentar otros programas, otra escala.


Matosinhos, la ciudad donde creció, es casi un barrio de Oporto. Oporto tiene un millón de habitantes y las ciudades se han ido añadiendo formando un continuo urbano. Lo que desarrolló Matosinhos fue la arquitectura y la pesca, porque el puerto fluvial de Oporto se trasladó a un nuevo puerto pesquero artificial allí. Así, durante la II Guerra Mundial, se enriqueció mucho con fábricas de conservas que enviaban latas hacia los dos frentes, porque Portugal se mantuvo neutral, como Suiza. Luego, esos mismos empresarios de la pesca empezaron a explotar el wolframio. Con eso se hicieron las grandes fortunas de allí.


¿Y cómo las gastaron? Las hicieron en poco tiempo y las gastaron en menos. La ciudad creció mucho. Aumentó la población y el puerto se convirtió en el primero en pesca de sardina hasta que comenzó la decadencia por la competencia con Marruecos. Hoy solo queda una fábrica de conservas, pero había una calle entera...


¿Siente nostalgia? ¿Le preocupan los cambios? Sí. Nos creímos modernos porque tiramos el tranvía a la basura para dejar pasar a coches y autobuses. Fue un error. El tranvía regresó tímidamente. Pero hoy es una alternativa limpia.


¿Su relación con la ciudad era mejor cuando era niño que la que han tenido luego sus hijos? En ciertos aspectos hemos perdido. En otros, vivimos mejor. Hay más equipamientos. Para los estudiantes existe ese programa Erasmus, que es de las pocas cosas buenas que hizo la Comunidad Europea.


¿Es crítico con Europa? El valor de las cosas aflora en los momentos difíciles. Hoy, las relaciones de vecindad y de la calle se han perdido. Están en fase de transición y vivimos de manera primaria, en condominios cerrados al barrio que son una plaga para las ciudades, para las personas y para los niños también. Por eso no es posible todavía hablar con esperanza de las ciudades.


Su hijo Álvaro es arquitecto. ¿No trabaja con usted? Quiso ser independiente. Y lo entendí. Si eres hijo de un arquitecto conocido, con razón o sin razón, tienes problemas. Tiene talento y hoy es difícil acceder a trabajos. Así que a veces me gustaría decirle: vente. Pero no quiere. Aun así, ha quedado contento con algunos proyectos y le dieron dos premios en Rusia.


Usted perdió a su mujer, María Antonia Marinho Leite, en 1973. ¿La dedicación a la arquitectura ha sido un refugio? No lo creo. Pero claro que fue un trauma muy grande y tal vez eso me empujara hacia una mayor concentración. No sé. Prefiero no analizarlo. Mis hijos eran pequeños cuando mi mujer murió y es posible que no los haya acompañado con la intensidad que sería necesaria. Pero estuvieron viviendo siempre conmigo.


¿Cómo hizo para criarlos? Tenía ayuda de las abuelas.


Otra vez la familia grande. Sí, pero no es lo mismo que en otras épocas porque, en determinado momento, los abuelos tienen una experiencia de vida que ya no puede ser traducida a otra generación. Pero ayudaron mucho. Si me tenía que ir fuera, los niños se quedaban con una u otra abuela. Pero, claro, yo tengo la sensación de que no me desempeñé bien respecto a su educación y compañía. Que otra opción hubiera podido ser mejor, pero... era difícil.


Tal vez uno siempre tiene esa sensación ante los hijos, la de no haber hecho lo suficiente. Sí, sí.


En este punto, Siza enciende un cigarrillo. Voy a intentar fumar ahora dice disculpándose. Creo que yo dejé un poco abandonado el dibujo, que siempre me apasionó, porque mi mujer dibujaba tan bien... Era una dibujante extraordinaria y pensé que era inútil ponerse a dibujar a su lado. Por edad, no tuvo tiempo de madurar en el aspecto de la pintura. Tiene algunas magníficas, pero poquísimas. Tiene sobre todo dibujo figurativo, y realizado en una época en la que lo figurativo estaba en crisis. Incluso dentro de la escuela, donde era reconocida por los maestros por su talento, no fue muy apoyada. Ella siempre iba a contracorriente y también en el arte actuó a contracorriente. Por eso su gran talento no fue reconocido hasta años más tarde, póstumamente, cuando regresó el movimiento figurativo.


¿Sigue siendo viudo? Sí. Probablemente fue un error. Tal vez para la ecuación de los hijos hubiera sido mejor no serlo. Pero también podría haber sido peor [se ríe]. Fue una experiencia muy dolorosa.

No ha querido construir en China ni en Dubai. ¿Razones políticas? No. Casi siempre, un arquitecto necesita tener en su actividad cierto distanciamiento de sus opciones políticas, con límites, para poder ejercer su actividad. No fue por eso. Las condiciones no eran atractivas.


Entre los madrileños, sus proyectos como el eje Prado-Recoletos o la finalizada plaza frente al Congreso tienen fama de duros. ¿Por qué tanto hormigón? Cuando uno interviene en la ciudad siempre queda inacabado porque hay algo que hace el tiempo que ningún arquitecto puede hacer. El tiempo es un gran arquitecto. Solo si tiene una buena estructura organizativa, el proyecto nuevo podrá absorber las futuras intervenciones y eso se transformará en riqueza, en la complejidad que tienen las ciudades antiguas. En cambio, si un proyecto, de entrada, parece muy acabado, normalmente está mal. Quien no cuenta con el tiempo se pierde.


El nuevo Museo Iberé Camargo en Porto Alegre (Brasil) es austero, pero, a la vez, sensual y alegre. Parece como si se hubiera guardado una carta por jugar. La carta por jugar es porque no había tenido acceso a esa carta. El acceso me lo dio trabajar en Brasil en unas condiciones fantásticas. Un promotor inteligente, bueno, rico y buena persona formó una comisión de amigos del pintor Iberé Camargo. Estaban muy interesados en la calidad del edificio por amistad con el pintor y con la viuda, que todavía vive. El principal mecenas es un industrial de Porto Alegre, un ingeniero muy entusiasta que organizó la construcción. Ese trabajo, para mí, solo tiene un problema, y es que con los que he hecho después me ha quedado su recuerdo.


Últimamente ha construido también en Corea, pero Souto de Moura dice que aunque usted viaje mucho, sus proyectos son siempre portugueses. Es natural, porque la formación deja sus marcas. Pero no quisiera eludir esa responsabilidad: trato de mantener una relación con el lugar. Es una necesidad. Porque las máquinas y las manos que trabajan en Corea no son las mismas que las que trabajan en Alemania o en España. El ambiente también es muy distinto. Como decía Kennedy, uno que llega a Berlín y ve la fuerza que tiene la ciudad, pasa a ser un berlinés.


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ENTREVISTA EN EL PAIS

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