En 1896 Adolf Loos regresa a Viena, después de pasar varios años en Chicago. Loos inicia así su carrera, diseñando interiores y sobre todo escribiendo artículos de toda índole. En 1908 publicó "Ornamento y delito", texto imprescindible para entender la evolución de la arquitectura moderna.
En ornamento y delito, Loos rechaza el concepto de "Arte" cuando se aplicaba al diseño de objetos para el uso cotidiano, y contrapone claramente ARTE y UTILIDAD, colocando a la arquitectura en el ámbito de la mera utilidad.
"La arquitectura no es un arte...cualquier cosa que tenga una finalidad concreta está excluida de la esfera del arte"
Sobre este tema ya había escrito en 1900, en forma de fábula la historia "de un pobre hombre rico". En ella Loos traza el destino de un acaudalado hombre de negocios que había encargado a un arquitecto* Sezessionista proyectar para él una casa "total", que incluyera no sólo el mobiliario, sino incluso las ropas de sus habitantes.
"De un pobre hombre rico"_ Von einem armen, reichen Mann
Neues Wiener Tablatt, Viena, 26 de Abril de 1900.
Quiero hablaros acerca de un pobre hombre rico. Tenía dinero y bienes, una mujer fiel que, con un beso en la frente, le liberaba de las preocupaciones que traían los negocios, un corro de hijos que hubiera provocado la envidia del más pobre de sus trabajadores. Sus amigos le querían, pues todo lo que emprendía prosperaba. Pero hoy la situación es muy, muy distinta. Y así ocurrió:
Un
día ese hombre se dijo: «Tienes dinero y bienes, una mujer fiel e hijos,
por los que te envidiaría el trabajador más pobre. Pero ¿eres feliz? Date
cuenta que hay personas que carecen de todo por lo que se te envidia. Pero
sus preocupaciones las ahuyenta un gran mago, el arte. ¿y qué es para ti
el arte? No lo conoces ni siquiera de nombre.
Cualquier
advenedizo puede entregarle su tarjeta de visita y tu criado le abrirá de
par en par. Pero al arte todavía no lo has recibido en tu casa. Yo sé bien
que no vendrá. Pero iré en su búsqueda. Debe instalarse y habitar en mi
casa como un rey».
Era
un hombre de mucha fortaleza, lo que asía era resuelto con energía. Era lo
acostumbrado en sus negocios. Así, acudió ese mismo día a un famoso
arquitecto y le dijo: «Tráigame usted arte, arte entre mis cuatro paredes.
El gasto no importa».
El
arquitecto no dejó que se lo dijeran dos veces. Fue a casa del hombre rico,
echó fuera todos sus muebles, hizo venir un ejército de colocadores de
parquet, estucadores, barnizadores, albañiles, pintores de paredes,
ebanistas, fontaneros, fumistas, tapiceros, pintores y escultores y ¡zas!,
sin darse cuenta se había atrapado, empaquetado, bien guardado el arte
entre las cuatro paredes del hombre rico.
El
hombre rico era más que feliz. Más que feliz paseaba por las
nuevas habitaciones. Donde quiera que mirara había arte, arte en todo
y por todo. Agarraba arte cuando agarraba un picaporte, se
sentaba sobre arte cuando tomaba asiento en un sillón, apoyaba su cabeza
en arte cuando cansado la apoyaba en las almohadas, su pie se hundía
en arte cuando andaba sobre las alfombras. Se deleitaba en arte con enorme
fervor. Desde que su plato también había sido decorado con motivos
artísticos, cortaba su boeuf à l'oignon con doble energía.
Se
le alababa, se le envidiaba. Las revistas de arte glorificaban su nombre
como uno de los primeros en el reino de los mecenas, sus habitaciones
fueron retratadas, comentadas y explicadas para servir como modelo a las
reproducciones.
Pero
lo merecían. Cada estancia constituía una determinada sinfonía de colores.
Pared, muebles y telas estaban combinados de la manera más refinada. Cada
objeto tenía su lugar idóneo y estaba ligado a los demás en unas
combinaciones maravillosas.
El
arquitecto no había olvidado nada, absolutamente nada.
Ceniceros, cubiertos, interruptores, todo, todo había sido combinado por
él. Y no se trataba de las artes arquitectónicas vulgares, no, en cada
ornamento, en cada forma, en cada clavo estaba expresada la individualidad del
propietario. (Una labor psicológica cuya dificultad reconocerá
cualquiera.)
El
arquitecto, sin embargo, rechazaba todos los elogios modestamente. Porque,
decía él, estas habitaciones no son mías. Allá en frente, en el rincón,
hay una estatua de Charpentier. Y, al igual que yo le reprocharía a cualquiera que
afirmara haber diseñado una habitación aunque hubiese usado tan sólo uno
de mis picaportes, del mismo modo yo no puedo decir que estas habitaciones
han sido concebidas por mí. Esto eran palabras nobles y consecuentes.
Cierto ebanista, que quizás empapeló su habitación con papel pintado de Walter Crane y que, a pesar de todo, se atribuía los
muebles que ahí se encontraban por haberlos proyectado y ejecutado él
mismo, se avergonzaba hasta lo más profundo de su negra alma al enterarse
de estas palabras.
Volvamos
tras esta divagación a nuestro hombre rico. Ya he dicho lo feliz que era.
Una gran parte de su tiempo la dedicó a partir de entonces sólo al estudio
de su vivienda. Pronto se dio cuenta de que debía estudiarla. Había mucho
que memorizar. Cada objeto tenía su lugar concreto. El arquitecto se había
portado bien con él. Había pensado en todo con antelación. Para la cajita
más pequeña había un lugar concreto, hecho intencionadamente para
ella.
La
vivienda era cómoda pero, para la cabeza, muy fatigante. Por ello,
durante las primeras semanas, el arquitecto vigiló en qué forma se
desenvolvían para que no incurrieran en ningún error. El hombre rico se
esforzaba. Pero ocurrió que, distraídamente, dejó un libro que sostenía en
la mano en el cajón destinado a los periódicos. O que depositó la ceniza
de su cigarro en aquel hueco de la mesa destinado al candelabro. Cuando se
había cogido un objeto, adivinar y buscar el antiguo lugar que le
correspondía no tenía fin, y en alguna ocasión tuvo el arquitecto que
consultar los planos de detalle para volver a encontrar el lugar que le correspondía
a una caja de cerillas.
Donde
el arte aplicado había conseguido tales triunfos, no podía quedarse atrás la
música aplicada. Esta idea tenía muy preocupado al hombre rico. Hizo una
solicitud a la compañía de tranvías con la cual intentaba que en sus
vehículos utilizaran el motivo de campanas de Parsifal en lugar de sonidos sin sentido. En la
compañía no le hicieron caso. Todavía no daban suficiente acogida a ideas
modernas.
A
cambio, se le permitió que pavimentara, a su cargo, la zona frente a su
casa, de modo que cada vehículo estuviera obligado a pasar por delante al
ritmo de la marcha de Radetzky. También los timbres eléctricos de sus salones fueron
provistos con motivos de Wagner y Beethoven y todos los profesionales de la crítica
de arte alababan en gran manera al hombre que había abierto un nuevo
dominio "al arte en los artículos de uso".
Como
puede imaginarse, todas estas mejoras hicieron al hombre aún más feliz. Pero
no puede callarse que procuraba estar el menor tiempo posible en casa. Y
es que, de vez en cuando, se desea descansar un poco de tanto arte. ¿O
podría usted vivir en una galería de cuadros? ¿O estar sentado meses
enteros en «Tristán e Isolda»? En fin, ¿quién le iba a reprochar
que recurriera de nuevo al café, al restaurante o a los amigos y conocidos
para reunir fuerzas para estar en su casa? Se lo había imaginado distinto.
Pero el arte requiere sacrificios. Ya había llevado a cabo tantos. Los
ojos se le humedecían. Pensaba en muchas cosas viejas a las que había tenido tanto
cariño ya las que, de vez en cuando, echaba de menos. ¡El gran butacón! Su
padre siempre había hecho la siesta en él. ¡El viejo reloj! ¡Y los
cuadros! ¡Pero el arte lo exige! ¡Ante todo, no aflojar!
Ocurrió
que una vez celebraba su cumpleaños. La mujer y los hijos le habían colmado de
regalos. Las cosas le agradaron sobremanera y le produjeron cordial
alegría. Poco después llegó el arquitecto para comprobar que todo estaba
en orden y dar respuesta a cuestiones difíciles.
Entró
en la habitación. El dueño le salió contento al encuentro pues tenía
muchas preguntas que formular. Pero el arquitecto no advirtió la alegría
del dueño. Había descubierto algo muy distinto y palideció:
«Pero,
¡qué zapatillas lleva usted puestas!»,
exclamó con voz penosa.
El
dueño miró su calzado bordado. Pero respiró aliviado. Esta vez se sentía
totalmente inocente. Las zapatillas habían sido confeccionadas fielmente
de acuerdo con el diseño original del arquitecto. Por ello replicó con
aire de superioridad:
«¡Pero,
señor arquitecto, ¿lo ha olvidado? Las zapatillas las ha diseñado usted
mismo!»
«¡Ciertamente!,
tronó el arquitecto, pero para el dormitorio. Usted está estropeando todo
el ambiente con esas dos horribles manchas de color. ¿No se da usted
cuenta?»
El
dueño de la casa lo vio inmediatamente. Se quitó rápidamente
las zapatillas y se alegró tremendamente de que el arquitecto no
encontrara imposibles también sus calcetines. Se dirigieron al
dormitorio donde el hombre rico pudo volverse a calzar las zapatillas.
«Ayer,
empezó tímidamente, celebré mi cumpleaños. Los míos me colmaron de
regalos. Le he hecho llamar, querido señor arquitecto para que nos aconseje
sobre cuál es la mejor manera de colocar los objetos.»
La
cara del arquitecto se alargaba visiblemente. Entonces estalló:
«¡Cómo
se le ocurre dejarse regalar algo! ¿No se lo he diseñado yo todo? ¿No lo
he tenido ya todo en cuenta? Usted no necesita nada más. Está usted
completo.»
«Pero,
se permitió replicar el dueño de la casa, ¡todavía podré comprarme algo!»
«¡No,
no puede usted! ¡Nunca más y nada más! Sólo me faltaba esto.
Cosas
que no hayan sido diseñadas por mí. ¿No he hecho suficiente permitiéndole el Charpentier? ¡La estatua que me roba toda la fama de mi trabajo! ¡No,
no puede comprarse usted nada más!»
«¿Y
si mi nieto me regala un trabajo del jardín de infancia?»
«¡Pues
no puede usted aceptarlo!»
El
dueño de la casa estaba anonadado. Pero aún no había perdido.
«¡Una
idea, ya la tengo, una idea!: ¿y si quisiera comprarme un
cuadro
de la Sezession?» preguntó triunfante.
«Intente
colgarlo en algún sitio. ¿No ve usted que ya no queda sitio para nada más?
¿No ve usted que para cada cuadro que le he colgado le he compuesto un
marco en la pared, en el muro? No puede desplazar ni un solo cuadro.
Intente usted colocar un nuevo cuadro.»
Entonces
se produjo un cambio en el hombre rico. El hombre feliz se sintió de repente
profunda, profundamente desdichado. Vio su vida futura. Nadie podía
proporcionarle alegría. Debería pasar sin deseos frente a las tiendas de
la ciudad. Para él ya no se creaba nada más. Ninguno de los suyos le podía
regalar su retrato, para él ya no existían más pintores, más artistas, más
oficios manuales. Estaba cortado del futuro vivir y aspirar, devenir y desear.
Sentía: ahora debo aprender a vagar con mi propio cadáver.
Cierto:
¡Está completo!, ¡Está acabado!
"De un pobre hombre rico" Von einem armen,
reichen Mann
Neues Wiener Tablatt, Viena, 26 de Abril de 1900.
Adolf Loos
arquitecto* : El arquitecto en cuestión era Joseph Maria Olbrich
Imagen de inicio: Caricatura de Karl Arnold: Van de Velde propone una silla individual,Muthesius propone la silla tipo, y el carpintero hace la silla para sentarse.
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